El club de la lucha (David Fincher, 1999)

Más de un siglo de demolición ininterrumpida de las categorías estéticas no ha conseguido apear, todavía, al propio tiempo como medida ideal de cuanto se erige en “película de culto”. Entregado el personal a ismos, nostalgias y demás religiones de sustitución, hoy se confunden pasatiempo y cinefilia, y se oficia lo vulgar en el altar de lo olvidable con tal de invocar la etiqueta a cualquier hora, y con ella a los dioses del colapso social definitivo que viene anunciándose, para mañana, desde, más o menos, finales de los años 60.   

La admiración que “El club de la lucha” despierta veinticuatro años después de su estreno tiene que ver, no obstante, con los posos que conducen al culto natural, y quizá con su visión nebulosa y premonitoria de algunos colapsos presentes y futuros. La novela original del entonces camionero Chuck Palahniuk, escrita expresamente para ser rechazada por sus editores, encajó bien con la primera etapa de un David Fincher igualmente descreído del cine, pero cuyas escaladas autistas y experimentales (“Se7en” fue el caso más claro) actualizaron, para el siglo XXI, los códigos de algunos géneros otrora diamantinos como el thriller policiaco. 

Las visiones airadamente punk de autor y director se encuentran, por tanto, en esta modélica representación milenarista del fin de la Historia: un narrador anónimo (Edward Norton), existencialmente enfermo en el techo de la comodidad y de la indiferencia modernas, desarrolla una doble personalidad, Tyler Durden (Brad Pitt), con quien instaura un club clandestino de peleas cuya doctrina evoluciona, en poco tiempo, hacia su propio culto a una revolución soterrada en pos de la “Tierra Cero”, esto es, del mito del buen salvaje. 

Pese a ser miembro de su propio club, el de un 1999 marcado por las sensaciones técnicas y narrativas que ese año consagraron a Sam Mendes, M. Night Shyamalan o las hermanas Wachowski, el filme despunta al participar de otra importante corriente de la década: la documentación de la zozobra emocional de la Generación X, trivializada aquí mediante la estilización, o estilizada con trazos triviales, permutando a conveniencia ambas señas de identidad y afectando, con ellas, tanto al prisma del relato como a la práctica material del medio cinematográfico, al que se concede su propio papel.

«The first rule of Fight Club is you don’t talk about Fight Club».

Tal ejercicio “meta” apadrina interesantes hallazgos. Para ascender hacia el «Ello», Fincher disuelve el «Yo» de la prole nacida en los 70 transformando el objetivo en un “okupa” de personas y espacios; a veces en una especie de tenia, que serpentea sin límites físicos entre lo cotidiano y lo imposible gracias a planos motrices diseñados con fotogrametría, y otras en un ex machina que se sacude, entre la síncopa y lo inconsciente, a juego con las particiones mentales del protagonista. Algunas de estas filigranas de alteración perceptiva (como el anuncio del advenimiento de Tyler mediante insertos subliminales) han permanecido como marca de la casa. Otras, como el psicodélico tránsito de los créditos de inicio, desde las neuronas enloquecidas del narrador hasta el martillo de la pistola que le apunta a la cabeza, prologaron, entre otras cosas, el efectismo de las series de temática forense que llegarían a partir del año siguiente.

Puede aducirse, no hay duda, que el autor de “Zodiac” recita su biblia del caos de forma paradójicamente cerebral. Pero no es menos cierto que la cinta no supuso, ni de lejos, su primera mirada cínica contra la publicidad y el tardocapitalismo. De hecho, esa óptica es solo una de las tres constantes detectables en el casi medio centenar de videoclips que Fincher ya había dirigido hasta ese instante (las otras dos son la imaginería católica y los sombreados del noir), de la que además bebe su apego a lo fragmentario, lo imperceptible y los detalles extremos. Un interés por la formulación al que es posible añadir, además, algún eco de “El incidente”, en el perfil simbólico del antisocial contra un mundo reducido al cliché, y también, más claramente, quizá, del De Palma de “En nombre de Caín”, en lo tocante a la construcción de Durden como un Hyde anarquista y cool.

Sin contar con su cuota de malditismo (fracasó en taquilla y fue tachada de fascista, nihilista y disfuncional, sobre todo por sus escenas en grupos de apoyo a víctimas de cáncer o por la presencia de Marla Singer –Helena Bonham-Carter-, más autodestructiva aún que el club), la cinta deja algunas perlas-manifiesto reconocibles para el culto intergeneracional. Adelanta visualmente los atentados del 11-S y la emasculación del varón occidental (que a la postre hay que deber, para sorpresa de nadie, no al capitalismo sino a los ayatolas identitarios que lo «combaten»). Apostilla descriptores sociológicos para el recuerdo, como el de la vida “en raciones individuales”; expresa vitalismos, rupturas y abucheos necesarios, producto del momento, y, en definitiva, supera no solo a su fuente principal (sucede poco), sino a sus dos continuaciones posteriores, materializadas en un formato igualmente sensible al “culto” -el comic-, hasta el punto de que la tercera parte involucra, perdido totalmente el norte, a Dios como activo necesario de la trama.

No está mal para un director que en alguna ocasión ha afirmado que “aborrece el acto de rodar”. Máxime cuando parte de su cine posterior ha sucumbido a esa racionalidad fría y al aparataje, que hoy se antojan algo huérfanos del trasfondo finisecular que le otorgaba, por ejemplo a “El club de la lucha”, toda su razón de ser.