Una novia en cada puerto (Howard Hawks, 1928)

De las ocho películas que componen la etapa muda de Howard Hawks entre 1926 y 1929, es el quinto capítulo, “Una novia en cada puerto”, el que goza de mayor predicamento. No resulta arduo encontrar razones para ese fulgor intermedio, ya que, pese a que todo el periplo goza de un recorrido homogéneo, es este filme (quizá junto a “Por la ruta de los cielos”), el que fija, con mayor clarividencia, las constantes naturales del cineasta de Indiana.

La más sabrosa para los académicos es la que otorga una dimensión inédita a la amistad masculina, que Hawks forja aquí a caballo entre el destino, la taberna y los calabozos. Spike Madden y Bill Salami (Victor McLaglen y Robert Armstrong) son dos almas gemelas a las que el destino une después de que el primero (arquetipo del marino rudo y visceral) haya hallado las huellas del segundo en las exóticas amantes que su profesión le procurara en los puertos de Amsterdam o Rio de Janeiro. El gusto de ambos hombres por la pendencia, que ha llevado a calificar la película como una comedia “de acción” -aunque más bien se trata de una caricatura ejemplar-, es el mismo que termina uniéndoles, por su aliciente de divertimento al límite, y modelando su relación en un primer segmento, que, aunque largo y elaborado, revela pronto su mero afán  introductorio y de composición de lugar.

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Amigo siempre del guion y la planificación inteligentes (como confirmaría en unos años su legendaria amistad con William Faulkner), Hawks no deja que su glosa burlesca del estilo de vida marinero se pierda en las agitaciones predilectas del público de la época (a despecho todavía de un  cine sonoro a punto de imponerse), ni en los desequilibrios comunes a la comedia. El hilo conductor, insistente, declarativamente, es el lazo inquebrantable entre los dos hombres, su homogeneidad moral y su sentido de la independencia, valores que no tardan en trascender a su alocado entorno, y que, por si había alguna duda, sellan la cómica escena en que ambos tiran al mar a un policía y se marchan, lentamente, cogidos del brazo.

Que el planteamiento sugiera inicialmente una historia ambientada en el mar deja también de advertirse desde los primeros compases, que Hawks opta por desarrollar en unos interiores con contornos diáfanos, sin desalojar casi nunca del centro del plano la cruda humanidad de los personajes. Sin embargo, son dos las sensibilidades que recorren la película, y es en el segundo tramo donde se concierta un ambiente mucho más sombrío por el que cruzan los dramas del paro y de la orfandad, y cuyos sentimientos más profundos terminan de completar, no sólo el perfil dramático del dúo protagonista, sino el protocolo del director a la hora de administrar emociones y tiempos.

Como era de esperar, Hawks deposita en manos de una presencia femenina el cincel con que pondrá a prueba tanta camaradería. Mademoiselle Godiva (Louise Brooks, fascinante animal sin dueño pese a hallarse desdibujada en un relato de machos, y antes de revelarse al mundo en “La caja de Pandora”) es la carta en blanco que enamora a Spike, cuyas pocas luces le hacen ignorar el doble juego de la joven acróbata, quien también fue amante de un Bill coartado, a partir de entonces, para revelar la verdad a su colega. Pese a que algunos de los mejores planos se rinden al influjo sensual de Brooks (presente, quiérase o no, más allá de la pantalla), Hawks prefiere, en lugar de orquestar una tragedia vacua, obviar los manejos de la chica sin llegar a censurarlos, ni a mostrar un desafecto total por el mundo femenino, para regresar pronto, y definitivamente, a los motivos que le interesan. Un pequeño gran momento, en la última secuencia, pone de manifiesto la dignidad sin aspavientos de la película: una vez que Spike descubre el pastel, y deja sin sentido a su amigo tras encontrarlo en un tugurio cercano, se acerca a la barra e, inconscientemente, pide copas para dos, en lugar de una sola, para ahogar su frustración. Sobran las explicaciones.