Raíces profundas (George Stevens, 1953).

Si “Johnny Guitar”, del siempre independiente Nicholas Ray, asumió el riesgo de introducir en el western determinados elementos atípicos, sin duda “Raíces profundas” supuso, ese mismo año, una de la reafirmaciones más brillantes y perdurables de sus parámetros primitivos.

A menos de una década para la irrupción de estilistas y “duros”, como Leone o Peckimpah, y con la popularidad del género sumida en cierta abulia dentro de la propia industria americana (no digamos ya en Europa, donde solo Sam Fuller deslumbró por primera y única vez a los popes de la Nouvelle Vague con “Forty guns”, cuatro años después de “Raíces profundas”), la película de George Stevens sale al rescate tanto de aquel Oeste lírico anterior a la Segunda Guerra Mundial como de la nostalgia de su candidez. Además, la historia se sitúa en un instante de calma chicha, en el que las balas empiezan a ser el último argumento entre agricultores y ganaderos, y donde la herencia, la civilización que está por llegar, cobra una importancia clave de la mano del pequeño Joey (Brandon de Wilde), a cuyos ojos, como enseguida veremos, se desarrollan todas las acciones de sus mayores.

Shane, foto 2

Conste que el carácter marcadamente pacifista de la cinta no reside únicamente en sus aspectos más obvios. Por ejemplo, la fotogenia con que Shane (Alan Ladd) brilla en su primer plano es proporcional a su oscuridad interior, como encarnación de pistolero hastiado por la violencia. El relato constreñido prácticamente al entorno familiar de los Starrett, en el que el forastero se instala para colaborar y redimirse, no impide al director incluir, en cada escena rodada en exteriores, un inmenso horizonte montañoso, que subraya el absurdo de los lances por el terreno, y que halla su epítome en la escena del entierro de Torrey (Elisha Cook Jr.). Que la madurez de Shane, por último, se intuya dramática y producto de una reflexión que nunca llega a enunciar, no quita para que despunte la sombra mucho más evidente de la corrupción, con que el mercenario Wilson (Jack Palance) viene a preludiar el spaghetti western. De ahí que “Raíces profundas” sea una película de género, pero también sobre el género, en la que el auténtico duelo (y con ello su mayor riqueza) deviene ahora generacional, es decir, entre los primeros colonos que antaño derramaron su sangre conquistando la tierra a los indios, y sus hijos, que hogaño la sudan para trabajarla y defenderla de los primeros, convertidos en latifundistas sin escrúpulos. Y de ahí también, inevitablemente, que Joey desate nuestra conciencia ante la conversación previa al desenlace, mantenida entre las dos formas de entender el Oeste que representan su padre, Joe (magnífico Van Heflin), y el terrateniente Rufus Ryker (Emile Meyer), hasta el punto de dolernos verle simular el tiroteo que se avecina frente a la desesperación de Marian (Jean Arthur), madre abnegada que hasta entonces (e igual que nosotros) no ha transigido con la admiración del niño hacia el oficio sangriento de su huésped.

La luminosidad y la inocencia clásica del relato, que ante el radical cambio de coordenadas en los años posteriores se antojan hoy como un canto del cisne excepcional, deja, sobre todo gracias a su fidelidad a la novela original de Jack Schaeffer, más de una curiosidad para el recuerdo. Deja una promesa, la que Joey se confía a sí mismo a instancias de Shane para “aprender a ser honrado y a cuidar de sus padres”, o lo que es lo mismo, para que la figura romántica y letal del pistolero deje de ser necesaria. Deja también un desengaño, el del propio Shane, quien ha sido incapaz de soslayar su naturaleza ajustándose al coto de la vida hogareña. Y deja, en fin, una secuencia histórica, la de su marcha envuelta en tinieblas y tal vez herido de muerte, que también prologa, esta vez literalmente y en más de un sentido, el crepúsculo de una época. Es cierto que Shane regresaría al cine con muchas caras, principalmente la de Clint Eastwood, en «El jinete pálido», más recientemente la de Ryan Gosling, en la celebrada «Drive». Pero, como viene a resumir el propio pistolero a su pupilo, tras afrontar la tragedia, “No puede uno dejar de ser lo que es”.  Y es precisamente esa entidad, pionera y consciente, la que desde siempre ha marcado las distancias.