«Amigo por enemigo,
te distingo tu amigo mío con la moneda falsa en la cuenca del ojo,
tu amigo mío con tu aire de ganador, que me mentiste cuando mirabas desafiante mi más tímido secreto,
y mi corazón entero bajo su martillo,
que aunque yo le amara por sus faltas tanto como por sus bondades,
mi amigo era un enemigo sobre zancos y su cabeza en una nube astuta»,
recitaba John Travolta en Una canción del pasado (2004), y tú, amigo, ¿qué serías capaz de hacer al traicionarme? ¿Por qué minúsculo precio mi cabeza pendería de un hilo? ¿Qué haría, amigo mío, que tu inquebrantable voluntad se doblegase ante el destino?
Hay razones, siempre las hay, sórdidas o respetables, acalladas e impacientes, vergonzosas de salir a la luz y quejumbrosas, tan sabidas como ignoradas. Apenas hay palabras, o por lo menos Gypo no las encontraba.
El protagonista de la obra de John Ford El delator (1935) representa la senda de la culpa y las múltiples caras de la desesperación. Dentro del ciclo Más allá del western de Charlas de Cine, se sitúa, como comentó Manuel García de Mesa, habitual colaborador, en esa característica ‘tradición irlandesa’ que daba a Ford a sus filmes, donde siempre hay algún personaje o anécdota relacionada con los fríos inviernos y acantilados del país, como La Osa Mayor y las Estrellas (1936) o El Hombre Tranquilo (1952). Tras varios traspiés, la productora RKO le dio el ‘sí, quiero’ al director y en apenas tres semanas y con un presupuesto modesto, rodaron la película que se convertiría en su primer pase al Oscar como ‘Mejor director’.
«Ford pudo combinar en aquellos años 30 dos carreras paralelas. Es decir, desarrolló tanto para Fox como para RKO dos personalidades artísticas específicas: los entretenimientos caseros y los experimentos artísticos», explicó el cinéfilo. Con la novela de su primo Liam O’Flaherty, afianzó la fructífera relación que tenía con el guionista Dudley Nichols. «Estas dos caras de la moneda se irían fusionando a medida que su sello como artista quedara consolidado en películas como La Diligencia (1939) o Las Uvas de la Ira (1940)», apostilló García.
Influenciado por el expresionismo alemán, esta obra fue aclamada por la crítica y recibió el reconocimiento del público. Así, pudo mostrar a la audiencia los conflictos del IRA sin grandes aspavientos: solo las calles y el silencio, las tabernas donde se refugian los trabajadores que buscan el consuelo del alcohol y la tenebrosidad de la niebla que oculta las pisadas siniestras. Lejos de los grandes decorados del Hollywood de la época, y apelando a los primeros planos para llevar al espectador ante los ojos de la culpa.
La historia se sitúa en 1922, Dublín, escenario de conflictos, donde Gypo Nolan, un hombre sin nada que echarse a la boca después de haber sido expulsado del Ejército de Liberación Irlandés, sueña con conseguir el dinero suficiente para llevarse a su novia, Katie, a Estados Unidos y comenzar una nueva vida juntos. Entonces, deambulando por las calles aparece ante sus ojos el anuncio de la recompensa que ofrecen las autoridades por el activista Frankie McPhillip, un viejo amigo y compañero. Veinte libras.
¿Qué es esa visión fantasmagórica que nubla la vista, el alma, cuando fantasea con la promesa de una vida mejor? Son veinte libras y la vida de su amigo, ¿qué más podría pedirse? Macbeth (2015) traicionó por ambición al poder, Joe Pistone lo hace para salvarse el cuello en Donnie Brasco (1997), incluso Harry Potter cuando grita «era su amigo» en El Prisionero de Azkaban (2004) al vacío sabe que es la mezquindad lo que conduce al traidor. Pero el hambre, la pobreza, la falta de dignidad puede condenar al más honrado de los hombres. Incluso, el amor. El «rey» Gypo, como cantaban quienes lo jaleaban entre copas, ebrio y solo, pensaba en su amada Katie, una prostituta a quien apenas le quedaban unos días de alquiler, y en brindarle un futuro.
Un guion limpio y sin florituras y una puesta en escena sobria diseccionan las miserias humanas en esta obra de John Ford, luego ya se iría al Oeste, sí, pero no sin antes recorrer las calles de Dublín lenta y pesada, en busca de la justicia divina, observando los claroscuros de sus semejantes o, simplemente, mirando los carteles.