Cama y sofá (Abram Room, 1927)

Menos ortodoxa en labores historiográficas que su contemporáneo, Aleksandr Solzhenitsyn, la también Premio Nobel Svetlana Aleksiévich dejó escrito que, para explicar la civilización soviética, prefería preguntar más sobre el amor, los celos, la infancia o la música que sobre el socialismo, por cuanto la única forma de sacar algo en claro de la catástrofe, decía, era inscribirla en un contexto familiar.

En 1927, año de rodaje de “Cama y sofá”, el aparato estalinista comenzaba a estrechar definitivamente el cerco en torno a quienes buscaban ese contexto sobre el terreno. Una buena razón, a mi entender, para escrutar el trabajo del lituano Abram Room, cronológicamente entre los cineastas que atinaron a palpar, por poco tiempo, la cotidianidad ruda y tradicionalista de la Rusia al borde del Primer Plan Quinquenal, con lo que esta comedia, centrada en la relación a tres bandas entre Kolia (Nikolai Batalov), Volodia (Vladimir Fogel) y Liuda (Lyudmila Semyonova), destaca como documento de alcance.

Tras forjar su amistad en el frente, Kolia cede a su viejo camarada el sofá de su casa, como residencia puntual, para facilitarle el acceso al trabajo en las formidables imprentas de un periódico moscovita. La convivencia funciona hasta que, durante un breve viaje del anfitrión, Volodia y Liuda, pareja de aquel, sucumben a una aventura que pondrá a prueba la relación comunal y que implicará, entre otras cosas, la permutación física -y por tanto de roles- entre los ocupantes de la cama y el sofá que dan título a la cinta.

En la estela de las exitosas “sinfonías” en torno a grandes ciudades de René Clair o Walter Ruttmann, y con Vertov como influencia de vanguardia, Room ejerce en exteriores de “kinok” (adalid del “cine-ojo”, explicativo de la realidad desnuda), con un reconocible abanico de amaneceres selectos, abiertos panoramas, hormigueros humanos y tomas cortas y dinámicas, obtenidas desde vehículos en marcha. Pero estos principios compositivos no tardan en contrastar con la plástica cercada y más espesa de la mísera vivienda en que se desarrolla el grueso de la acción, donde la cámara (ahora más un microscopio) permanece volcada sobre los individuos, y por ende sobre sus cuitas privadas, tan irrelevantes en el “cine-puño” o “cine intelectual” coetáneo.

En efecto, Room rehúsa los códigos de Eisenstein, y en general los del primer cine ideológico soviético, aunque su naturalismo no está exento de sobrias metáforas: la bella escena, por ejemplo, de los naipes superpuestos, que preludia el primer encuentro entre Liuda y Volodia, traslada a los objetos esa humanidad que el director ampara (con una carga emocional sorprendente, en perspectiva), completando tras la noche la figuración con otro presagio, en este caso provocado por el viento de la mañana, al que vemos separar los mismos naipes con un golpe seco.

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Puede que ese canto a la sencillez, y otros que recorren la película, sean la razón por la que algunas fuentes afirman que en el guion de Viktor Shklovsky participó también Lev Kuleshov. De lo que no albergo duda alguna es de que Room toma aquí elementos de su ascetismo -distintivo en “Por la ley”, rodada un año antes, sin ir más lejos- y de ese “cinema del microcosmos”, o inner-soul drama (tan presente en el teatro expresionista de Andréyev), en el que indagó el gran teórico del montaje.

Mientras en el otro extremo del mundo Murnau legaba, con “Amanecer”, una obra cumbre en la que el triángulo amoroso se resolvía según la regla occidental -con la vuelta al hogar del marido arrepentido- en “Cama y sofá” es Liuda la que precipita su libertad tras visitar una clínica abortiva, que Room, antiguo estudiante de Medicina, insinúa dantesca y decadente, y que impele a la mujer a rechazar su destino tras quedar embarazada de Volodia.

Con su hijo en el vientre, Liuda conoce al fin la “velocidad de la vida” al huir de la ciudad en un tren similar al que su amante usó para entrar en ella, desenlace que la charlatanería posmoderna, cómo no, se ha apresurado a abrazar como signo de “empoderamiento”. Nada más lejos; la película traza una estimulante crónica sobre esa vida como ente autónomo, casi ajeno y siempre listo para abrirse paso, sin edad ni condiciones, amén de una visión adelantada y tragicómica de la estereotipia en torno al “Homo sovieticus”, que Room perfila, bien cuestionando ingeniosamente la idea del “Hombre nuevo”, bien negando a ratos toda novedad.

Sin abandonar el sarcasmo del término acuñado por Zinóviev, la realidad bien podría dar la razón a este último argumento, toda vez que Semyonova sobrevivió nada menos que 50 años a sus dos compañeros de reparto, y que Room, quien ni aquí pudo obviar del todo la presión del régimen (como delata la foto del “Padrecito” sobre el calendario que Kolia tiene en la pared), se incorporaría desde ese mismo año al cine de encargo, con “Jews on the land”, documental prosemita  sobre la creación de granjas en Crimea.