-Perdona la tardanza, de veras, no suelo llegar tarde pero es que estos días…
-Siempre tienes alguna excusa.
-Deja que te explique.
-Por lo menos pon una foto en la que salga bien.
-O una en la que salgas, simplemente.
-Lo mejor será dejarlo. Vamos, siéntate, que se enfría.
Stanley me espera en el café de la esquina. Desde hace quince años nos tomamos lo mismo: él solo, yo un leche y leche. Un pequeño aperitivo, un trozo de tarta de queso y un alfajore con el que chuparse los dedos. Con el estómago lleno parece que los sueños se tornan más densos, tal vez sea por el peso de los párpados que caen sobre la mesa y dejan que enlacemos las manos para comenzar a bailar entre las mesas.
Suenan las suelas de los zapatos sobre las tablas, el claqué danza, aspira, reverbera, y las palabras alumbran los guiones que han iluminado las pantallas durante décadas. Standley Donnen comenzó allá por 1949 cuando estrenó Un día en Nueva York nada más y nada menos que con Frank Sinatra, Gene Kelly y Betty Garrett. Su formación como bailarín y director respondían a esa pasión que le inculcaron las salas de cine de su Columbia natal. Nació en 1924 y se sucedieron todas las catástrofes de la II Guerra Mundial ante sus ojos que contrarrestó y a la que se opuso con el brillo de sus obras y el poder de la fantasía humana. Le dio un respiro a los espectadores, les dejó soñar entre las bambalinas, y también les mostró historias que radiografiaron sentimientos tan universales y vaporosos como el amor, el desengaño, la resignación, la felicidad o la suma de los años.
-Calla, ¿qué estás haciendo?
-Recrearte, supongo. Me enternece verte.
-No quiero hablar de saltos de cámara y acrobacias, hoy no.
-Pues hablemos de otra, de una que comienza en Francia y es el destino de una pareja desafortunada.
-Tan bien es Francia como podría haber sido otro lugar.
-¿Tú crees?
-¡Por supuesto! Los arbustos, la playa, incluso ese palacete, ¿acaso llevan la impronta francesa? Solo son excusas para mirar qué hay a nuestro alrededor, qué nos impone la imagenería del día a día, la pesada rutina que cierra nuestros corazones.
-Y tuvo que ser ella quien se descarnara.
-¿Quién si no? Era ella, solo y únicamente ella.
-Hace solo unos días habría cumplido 90 años.
-Parece que fue ayer… Primero me dio un no rotundo que casi hace que se me salgan las suelas de los zapatos. Ya está, listo, me quedaba sin película, no había manera de hacerme cambiar de opinión. Pero le di tantas vueltas que no pude menos que comprender que era algo arriesgado. Aquello era 1976… Apenas éramos unos chiquillos y ya nuestros corazones estaban desinflados. Y le di a leer el guion, y le encantó.
-Parece tan fácil.
-Nunca lo fue. Mírala a ella. Es una gata, una felina ágil y sonriente. Se transforma por y para el personaje, le da su toque, puede resultar altiva, cínica, ridícula y, sabes que en el fondo, es ella quien controla la relación.
-Ante esos ojos azules.
-Albert fue una opción. La última y la mejor. Y ahora solo parece que la línea del tiempo, tan terca en seguir mirando de frente sin avistar qué ocurre a su alrededor, tiene la majadería de seguir dejándonos sin nada a qué aferrarnos. Se fue, ella primero, después él y al final yo. ¿Qué crees que ocurrirá con esto?
-Creo que has creado una obra que se relame de gusto cuando mira el paso del tiempo, como un gato que hace chanza de su indiferencia, y es que ni siquiera le afecta.
-Solo quiero llegar a bailar en el escenario de los Oscar.
-Es fácil. Mueves un pie, el otro, haces el tonto, y las horas de ensayo ya vienen solas. ¿Nos vamos?
Este frío comienza a parecerse al azul de las despedidas, las que se revisten de nostalgia y al final, al borde de la hojarasca, nos susurran que podemos escoger varios caminos: la conversión o la redención.
-Sí, invito yo.