Con los desastres de Japón en primera línea de prensa viene a la memoria ese tercio de la obra de Kenji Mizoguchi que sobrevivió a otra gran hecatombe, la Segunda Guerra Mundial, y el modo en que, aun así, su cine nos legó, si no esa impronta general del pueblo japonés, tan de nuevo en la palestra, sí al menos la pasión del gran autor por la intimidad de sus mujeres.
De hecho, por mucho que la acción se desarrolle en un burdel, la última película del director de “Vida de Oharu” compone ante todo un amplio fresco sobre las cuitas femeninas en tiempos de necesidad. Una necesidad cuyas urgencias sustentan el guion sobre distintas reacciones, y que se traslada metafóricamente al nombre del local, “La Aldea de los Sueños”, porque la utopía de evasión es la única vía de escape para sus cinco protagonistas, quienes, a la carga de sus propios laberintos interiores, deben añadir la sombra de una ley parlamentaria que persigue prohibir la prostitución.
Tras una panorámica inicial, urbana y sofocante, Mizoguchi se muestra ecuánime con sus criaturas descarriadas, cuyas historias aparecen mezcladas, en los compases introductorios, entre los vivos salones y escaleras de “La Aldea”, como si de una sola se tratase. Minuto a minuto, no obstante, el microscopio magistral con que el director escruta individualmente cada una de estas existencias nos va situando en un claro emotivo, reconocible y cercano, donde es imposible no sentir la empatía del superviviente por las decisiones que, en manos de estas mujeres, se tornan prueba de vida. Para ofrecer una mejor perspectiva de lo que sucede en las estancias del tugurio, la cámara busca además el detalle en ángulo y situación, transformando el eje en una referencia estática que dota al cuadro de un profundo realismo. Sin rigideces, ni interés alguno por el escándalo, es precisamente esta mirada sincera y vertebrada (influida sin duda por haber presenciado en su infancia la venta como geisha de su propia hermana) la que descubre a ese Mizoguchi ilimitado, capaz de manejarse por igual en un entorno naturalista que en una historia de fantasmas, como “Cuentos de la luna pálida de agosto”, a mi juicio su otra gran obra maestra.
Si finalmente fue Ozu quien pasó a la posteridad como principal relator de los avatares ciudadanos de los japoneses, Mizoguchi lo hizo al hilar una sutura fina que casaba el peso de la tradición con las formas cinematográficas occidentales, de las que se consideraba un amante declarado. Por la estructura múltiple de la historia, huelga decir que esas formas encuentran en “La calle de la vergüenza” un formidable ejemplo de ritmo, que disipa por completo las distancias culturales y concede voz y alma a los rostros de un problema atemporal. Inmersas en un mundo en el que, como espeta el dueño del local, “los derechos humanos son patrañas de funcionarios”, y en el que su burocracia es sólo un eco radiofónico que a ratos flota entre tanta realidad, la bella Yasumi (Ayako Wakao) destruye por dinero a los incautos sin que podamos juzgarla; los aires marginales y arribistas de Mickey (Machiko Kyô) esconden una tragedia familiar, y la soledad de la veterana Yumeko (Aiko Mimasu), a quien su hijo da la espalda, la coloca a las puertas de la locura. La compasión que la pueblerina Yorie (Hiroko Machida) despierta en su sufrimiento por una falsa promesa, y sobre todo el grado de honradez y humanidad de Hanae (Michiyo Kogure), quien vende su cuerpo para mantener a su marido enfermo y al bebé de ambos (escalofriante el momento en que, al mirarle, confiesa tiernamente que “por él no nos suicidaremos”), escriben todos los capítulos de una historia cuyos posos solo hablan de jugar contra pronóstico, del sobrehumano ejercicio de tener fe en el futuro.
Mizoguchi sirve un final para algunos demoledor (para mí un mero dictado de lo inevitable, aunque extremadamente valiente en su simplicidad), en el que, tras la marcha de Yasumi, la joven Shizoku (Yasuko Kawakami) acomete su primera noche tratando de vender su virginidad a un cliente, renovando así el bucle de un drama humano que, como tal, siempre es ajeno a su interpretación política. Imprescindible.