El último (F.W.Murnau, 1924)

Fascinados por las ostentosas cualidades de “El último” (la gran cima realista de Murnau junto a “Amanecer”), sus simpatizantes suelen omitir que en un principio esta adaptación de “El abrigo”, de Nikolai Gógol, iba a pertenecer a una trilogía dirigida por Lupu Pick, en la que él mismo se reservaba el papel que terminó por recaer en el entonces todopoderoso Emil Jannings. Sin negar méritos al autor de “El raíl”, de la que hablaré en otro momento, es de celebrar que el proyecto quedase al final, no ya en manos del genio de Westfalia, sino de su habitual equipo, con Carl Mayer como guionista y el visionario Karl Freund como inquieto director de fotografía e incansable buscador de esencias.

Filmada originalmente sin rótulos, dentro del extenso contrato que Murnau mantenía con la UFA, los riesgos e implicaciones de esta fábula en torno a la hipocresía social (mayores, a mi juicio, que su alabada crítica al militarismo) no se limitan solo a su experimental factura. En sincretismo con su simpleza argumental, la historia del anciano portero del Hotel Atlantic (Jannings), quien tras verse despojado de su antiguo uniforme se siente obligado a simular que conserva el puesto, manteniendo así el respeto de familiares y vecinos, ha perdurando tanto como perdura la ilusión de autoridad con que la prenda o el cargo oficiales llevan a presuponer grado moral a sus portadores.

Es cierto que, en connivencia con el director, Jannings hizo añadir un epílogo con final feliz, en el que la introducción de una inesperada herencia desvía la metáfora (o la recrudece, según se mire) hacia la consideración del dinero como auténtico patrón del éxito social. Pero ello no obsta para que Murnau, tan habilidoso para evadir derechos de autor (en “Nosferatu” o la desaparecida “La cabeza de Jano”) como para obligarnos a leer entre líneas, se ocupase de que el diseño de la librea del portero recordarse a un uniforme militar con el objetivo de engañar a la censura. Aun así, por recursos que no fuera, porque “El último” los tuvo de sobra para adecuar su discurso: 180 jornadas de rodaje y un millón de marcos de presupuesto (de los que el protagonista se llevaba 600.000); la colaboración de un equipo de arquitectos realizando croquis de todos los planos hasta obtener una previa visual completa de decorados, iluminación y encuadres, y, como consecuencia de todo ello, un vivero magnífico de construcciones espectaculares,  desde la calle principal a la propia fachada del hotel, pasando por el barrio humilde del protagonista, donde Murnau logró reinventar lo más difícil: la vida cotidiana.

La película conjura un deslumbrante eclecticismo de técnicas que a mi entender cristalizan en un ejemplo pionero de realidad virtual. El dominio de la falsa perspectiva, que incluía miniaturas y trucajes de vehículos y figurantes de cartón recortado con una ilusión de profundidad extraordinaria, y que se veía reforzada por la luz, los reflejos en las brillantes escenas de lluvia y los numerosos rodajes nocturnos, deja al espectador sin aliento en determinados pasajes, en los que, una vez más, Freund resultó figura clave. Trabajador y polifacético, el operador combinó oficio y ensayo al rodar tomas diversas de la misma escena con dos cámaras, para contar con negativos destinados al mercado extranjero, sin dejar de experimentar en el proceso, bien con vidrios untados con vaselina, para producir imágenes turbias, bien moviendo lentes ante el objetivo, dando pie a la -técnicamente excelente- secuencia de la borrachera.

No es casual que antes utilizara el término “visionario” para referirme a Freund y a su actividad con Murnau, por la ligereza con que estos días se cuelga la misma vitola a directores de cine y televisión que llevan en su equipaje cultural al camarógrafo, sobre todo a la hora de inspirar determinados movimientos de cámara en la misma frescura subjetiva que respira “El último”. Sus trucajes para que la imagen “atravesara” un cristal, o la famosa “cámara desencadenada”, con la que logramos por primera vez seguir con la vista el sonido de una trompeta, o los gritos de un patio de vecinas, son comunes a una estética que hoy dominan los ordenadores, pero cuya práctica inició esta película en 1924 con una pequeña cámara Stachow, de tan sólo 8 kilos, un visor deportivo y un motor atados al cuerpo, con los que se avanzaba encuadrando a ciegas a los actores.

Tras el estreno en Estados Unidos de semejante prodigio, no es de extrañar que Murnau recibiera una oferta de William Fox para trabajar en sus estudios. Hoy nadie se atrevería a asumir tantos riesgos.