«La La Land» (Damien Chazelle, 2016)

Un kilométrico atasco en una autopista de Los Ángeles, situación al parecer bastante habitual allá, es el escenario donde se ejecuta el inmejorable número musical con el que arranca «La La Land» (hagamos como que no existe el sobrenombre español, «La ciudad de las estrellas»), con una canción que se entiende como una carta de amor a la ciudad que alberga a la Meca del Cine, y que se mantiene soleada durante todos los meses del año. De ahí que las estaciones que dan nombre a los capítulos en que se divide el relato no se evidencien por la climatología, sino por el devenir de la pareja protagonista. Porque el nuevo film de Damien Chazelle tras la ensordecedora «Whiplash» (2014), es la historia de Mia y Sebastian, dos nostálgicos empedernidos que intentan alcanzar sus sueños siguiendo la estela de sus grandes ídolos (Ingrid Bergman el de ella, Thelonious Monk el de él), aunque en realidad sean dos pobres diablos con mucho talento a los que les falta algo más importante si cabe para triunfar en sus respectivas carreras: suerte.

 

La fascinación por esa supuesta fábrica de sueños que es la ciudad de Los Ángeles no llega a empañar la cruda realidad: audiciones en las que los directores de casting no prestan atención, bares de jazz que son sustituidos por imposibles fusiones de música y comida, cines antiguos que cierran sus puertas, probablemente para convertirse en centros comerciales… «La La Land» es idealista, pero no ingenua. Luchar por alcanzar el éxito no es fácil, menos aún cuando no se está dispuesto a tomar atajos o poner en cuestión la integridad artística, pero se lleva mucho mejor cantando, bailando, viendo películas clásicas y… enamorándose, claro. El film es el resultado de aunar la majestuosidad del musical del Hollywood clásico con la respuesta vanguardista y libre que se fraguó al otro lado del charco, con Jacques Demy («Los paraguas de Cherburgo», 1964) como principal exponente, aportando la suficiente inventiva, modernidad y simpatía para que la cosa no quede como un mero refrito sin alma propia. Y no lo es en absoluto.

Nada que objetar sobre la impecable dirección de Chazelle. El hábil y frenético montaje de «Whiplash» da paso a la proliferación de planos secuencia en los que la cámara se mueve de forma casi imperceptible, mientras registra sin cortes las elaboradas coreografías, en escenarios que gozan de la gama de color perfecta, y que son realizadas en su mayoría por la pareja estelar que forman Ryan Gosling y Emma Stone, entregados y compenetrados hasta la médula. Ninguno de los dos canta especialmente bien, pero quién quiere grandes voces cuando derrochan desparpajo, naturalidad y carisma a raudales. Ni siquiera parece que se esfuercen por resultar encantadores, graciosos y empáticos, o en que la química fluya, porque tras tres películas juntos ya la-la-land-trailer-oficial-uw5j_largepueden considerarse como una de las mejores y más simbólicas parejas cinematográficas del siglo XXI. La película exprime al máximo la picaresca de Gosling y, sobre todo, la descomunal expresividad de los ojazos de Stone; basta con plantar la cámara delante de ellos y que la magia ocurra por sí sola.

Filmada en grandioso Cinemascope, «La La Land» es un canto a la vida, al jazz, al cine, a los enamorados, a los soñadores y a los perdedores. Igual de emocionante en los números musicales más complejos («Another Day of Sun») como en los más intimistas y sencillos («Audition»), su segunda mitad no es tan alucinante como la primera porque ésta es, básicamente, un escándalo. También porque la alegría y espectacularidad de sus números iniciales se hace a un lado para dar cabida a temas más amargos, como el tenso equilibrio entre vida profesional y laboral, o los sacrificios y renuncias que se hacen a costa de alcanzar las metas personales. El gran público quedará enganchado por el buen rollo que transmite, por la eficacia de sus gags y por la excelente banda sonora que ha compuesto Justin  Hurwitz, mientras que unos pocos lo harán además porque se sentirán identificados con la frustración vital de su pareja estelar, así como por su defensa a ultranza de aquel complejo de la Edad de Oro que descubrimos a través de «Midnight in Paris» (2011), sobre la certeza de que existe un pasado mejor que el presente en el que vivimos. Siendo un artefacto tan nostálgico resulta admirable que, en su hermoso y emocionante acto final, la película deje entrever que, a veces, los buenos recuerdos no son más que versiones distorsionadas de un pasado lleno de remordimientos y no tan idílico como nos gusta creer. Es la cara y la cruz de ser un soñador sin remedio.