El resplandor (Stanley Kubrick, 1980)

El único proyecto “comercial” de Stanley Kubrick para Warner Bros. es también el único del que participan por igual mitómanos y expertos, coincidentes poco a poco en celebrar que un género como el terror pudiera acariciar por fin las mieles académicas con esta película, cuando no disfrutar enunciando, según el caso, jugosos hitos técnicos o escenas para el recuerdo. Tan solo una diferencia insalvable parece separarles del consenso: la franca infidelidad hacia el texto original de Stephen King, con quien es sabido que el director neoyorquino terminó compartiendo poco más que las iniciales.

En efecto, el guión de Diane Johnson y de un Kubrick cuyo genio acaso se ha relacionado peligrosamente con sus manías, cambió buena parte de los elementos del relato, dejando otros, de forma inexplicable, al entendimiento único de quien hubiera leído la novela (salvo en su versión completa, sólo para territorio anglosajón, nunca llega a mencionarse  expresamente el alcoholismo de Jack Torrance, ni a detallarse en profundidad la rotura accidental del brazo de su hijo Danny, precisamente durante un episodio de borrachera). Los setos móviles del jardín, el mazo de roqué y Tony, el amigo imaginario con imagen corpórea, también se transfiguraron respectivamente en pantalla por el amplio laberinto (mucho más funcional), el hacha (mucho más impactante) y el dedo índice del pequeño (mucho más barato), ahorrando dificultades técnicas y apostando por las propias abducciones.

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Razones no faltaban para ello: sostenida sobre Jack, aspirante a escritor (Jack Nicholson); su mujer, Wendy (Shelley Duvall), y el infante portador del “resplandor” (Danny Lloyd), la historia arranca y se completa como un darkside de los antiguos melodramas familiares, quedando salpicada (y no por un casual) de alusiones a otros tantos cuentos infantiles. Llama la atención que, desarrollándose por entero en interiores (el Hotel Overlook, una bella construcción aislada del mundo durante el invierno, y a la postre viva y poseída por su terrible pasado), la película sea el completo opuesto visual de “2001” o “La naranja mecánica”, a las que el tiempo sí ha pasado por encima. De hecho, el tratamiento del espacio es el auténtico motor de la apisonadora psicológica de “El resplandor”; cada una de sus distintivas simetrías, cada minuto de luz y cada punto de fuga están pensados para engrandecer o minimizar las figuras, y su entidad, cuanto más o menos importante resulta en escena la influencia de lo invisible. En esta óptica, más interesante que el dato original sobre el uso primario de la steadycam me resulta la  tutela que, solo con la escena de créditos iniciales, por ejemplo, ejerce Kubrick sobre los futuros intereses formales de cineastas como Atom Egoyan, desconocidos entonces y hogaño aplaudidos por sus estudios sobre la claustrofobia con tomas en campo abierto. Desde esos primeros instantes, una presencia superior, o cuando menos «ajena», que opera despacio como un veneno y que termina provocando la locura de Jack, parece advertirse omnipresente suspendiendo ánimos, enrareciendo atmósferas y sugiriendo la intelectualización (para algunos errónea, para mí tan diestra como cercana al Polanski de «El quimérico inquilino») de abstracciones universales como el mal y la muerte. Ese proceso es el que a mi entender contribuye, por si fuera poco, a que el contenido macabro de algunas escenas surta inesperado efecto gracias a recursos primarios como el travelling, el plano fijo o el plano-contraplano, desde la visión de las gemelas muertas al doblar la esquina a la mujer de la bañera (con su guiño a “Las diabólicas”, de Clouzot), pasando por el jaleado “Here´s Johnny!”.

Pero tal vez ese “academicismo”, o al menos la querencia por reinventar las coordenadas de un género menor, que Kubrick no despreció en absoluto, tenga que ver, más que con la suma de anticipaciones dramáticas que se ofrecen in crescendo, y que culminan con el vigilante queriendo asesinar a su familia, con la sorprendente integración -concentrada como nunca- entre música e imágenes. Kubrick se escoró hacia la búsqueda de determinados sonidos básicos de orquesta, como ecos ancestrales que reflejaran ese entorno terrorífico y su paulatino contagio, y si bien es cierto que se valió igualmente del repertorio clásico para envolver -como en “Barry Lyndon”- un ambiente tendente a la descomposición y a la alteración de la conciencia, no lo es menos que los instantes hoy grabados en la memoria colectiva se relacionan con un puntual manejo de la cámara, que el director delinea indisolublemente junto a ciertos segmentos musicales localizados casi por segundos. La «Ewangelia» de Penderecki, que se desata en aquellos instantes que presagian el encantamiento y la violencia con un sonido de percusión que parece evocar el cascabel de una serpiente o el inicio de un aquelarre, ha contribuido a enriquecer culturalmente la naturaleza del terror, y a elevarlo como categoría cinematográfica.