La década de los 50 fue un momento espléndido en Norteamérica para las películas de ciencia ficción, un decenio plagado de títulos originales a la par que magníficos. Sus argumentos te engatusaban y te sumergían (aún lo hacen) en un mundo insólito. Aparecieron largometrajes como la maravillosa “El Enigma… de otro mundo”, en la que un grupo de las fuerzas aéreas, junto a un grupo de científicos, descubren una especie extraterrestre vegetal (con esporas y todo) que había evolucionado de la misma forma que en su momento lo hizo la raza humana. Al mismo tiempo, en Europa, y emparentada con el género de la comedia, surgió a su vez la ocurrente “El hombre vestido de blanco”, donde un inspirado y adorable Alec Guiness (“El puente sobre el río Kwai”, “Star Wars”), interpreta a un testarudo científico que logra crear un tejido indestructible e imposible de ensuciar, por lo que termina siendo perseguido por los avariciosos productores de tejidos de la ciudad, ante el miedo de perder sus beneficios. Pero si hay un título que, en el período estadounidense influido por la Guerra Fría, culmina la grandeza creativa del momento, ese fue sin duda “El increíble hombre menguante”.
“El increíble hombre menguante” es uno de los mejores y más atrevidos largometrajes de la historia del cine de ciencia ficción. Su olvidado director, Jack Arnold, ávido fan del género, fue reconocido primordialmente por sus trabajos en éste, como “Llegó del más allá”, “Tarántula” y “La mujer y el monstruo”. Aunque Arnold también realizó sus pinitos en la comedia, con la hilarante “Un golpe de gracia”, protagonizada por el polifacético y magnífico (como siempre) Peter Sellers, y también en el western, con la estimulante “Boss Nigger”.
El guión corrió a cargo de Richard Matheson, quien a su vez escribió la novela que dio nombre a la película: “The Incredible Shrinking Man”. Matheson también fue responsable del libro “Soy Leyenda”, tremendamente influyente en el desarrollo del género zombie en la literatura de ficción y que, más tarde, sería llevado a la gran pantalla en 4 ocasiones. Se agradece la participación de Matheson en el guión, quien, al igual que más de 50 años después haría Stephen Chbosky, con su aclamada “Las ventajas de ser un marginado”, consiguió que el resultado final se mantuviera lo más fiel posible al escrito original.
El filme comienza con Scott Carey (Grant Williams), un hombre que se encuentra tomando el sol junto a su mujer Louise ( Randy Stuart), en una lancha que les ha prestado su hermano. Cuando Louise se levanta a por una cerveza, Scott se ve envuelto por una especie de nube, aparentemente radiactiva. En principio no le da importancia, hasta que 6 meses después comienza a sentirse desconcertado, pues la ropa le queda excesivamente grande. Louise intenta persuadirle de que simplemente ha adelgazado, pero Scott no está del todo convencido y acude a varios doctores hasta que, finalmente, le diagnostican lo que le está ocurriendo: está encogiendo.
Los doctores, estupefactos ante el caso, investigan varios antídotos, mientras Scott día a día continúa menguando. Pasamos de ver a un Scott feliz y enamorado, a un individuo diminuto, confuso, angustiado, gruñón y acosado por la prensa. Una noche, decide huir de su casa para permitir que su mujer sea libre, pues entiende que se ha convertido en una carga para ella. Tras su partida, descubre un pequeño circo y siente pánico. Ese es mi lugar ahora, piensa. Su miedo es comprensible, pues en aquel entonces pasaba como en “La parada de los monstruos” (1932), en la que todo aquel que fuera diferente en cualquier modo o forma del modelo de persona «normal» era un freak, cuyo único lugar era el circo. Es inevitable no relacionar la situación de Scott con la interpretación simbólica de «La Metamorfosis» de Kafka: Scott se ha convertido en el bicho que representa a los misfits del mundo.
Desolado, Scott sale corriendo hasta que atisba una cafetería y decide entrar a tomar algo. Allí descubrirá a la simpática Clarice (April Kent), una enana que trabaja en el circo, que se sienta con él a tomarse una taza de café. Desconcertado ante la normalidad con la que Clarice le trata, Scott le pregunta cómo es posible vivir con 1.24 cm de estatura. Le parecía inconcebible vivir, y mucho menos permitirse pensar en un futuro, en un mundo lleno de «gigantes». Es aquí cuando Clarice le asegura que, aunque ahora no lo pareciera, el mundo es igual de “maravilloso” y el “cielo sigue siendo tan azul” tanto para la gente diminuta como para los gigantes. Pero la pizca de esperanza que siente tras su charla con Clarice, se desvanecerá casi por completo cuando se percata de que continúa encogiendo.
En términos de actuación, en su papel más conocido, Grant está especialmente inspirado al pasar por ese turbio viaje de emociones en las que se sumerge Scott. Stuart, por su parte, se nos presenta aceptable como la leal y confusa Louis, que no sabe cómo afrontar la situación.
A nivel técnico, teniendo en cuenta que fue rodada en los 50, la película fue toda una revolución. Siempre me quedo perpleja ante la forma en la que la cámara capta elementos cotidianos como si midieran 5 metros. Que un largometraje quede indeleble en tu memoria, prácticamente escena por escena, no es tarea fácil. Y ésta lo consigue. Escenas como la de Scott siendo atacado por un gato que antes acariciaba sobre su regazo o luchando, hasta 3 veces, con una araña con el fin de alcanzar un trozo de queso rancio y olvidado, te quedan marcadas. Pero las secuencias que más brillan son las del sótano, donde, para Scott, una brocha de pintura o un insignificante clavo, se convierten en la clave entre vivir o morir. La más chocante para mí siempre fue la del escape de agua, en la que Scott se ve obligado a sujetarse a un lápiz de no más de 20 centímetros para no morir ahogado. Imborrable.
Es asombroso como el inicio cómico torna en una reflexión sobre la existencia. Se llega a un punto en el filme en el que, tras el cambio que sufre la perspectiva que tiene Scott del mundo, te preguntas si somos lo suficientemente dignos para existir si midiéramos 10 centímetros de altura. Sí, sí la tiene. Porque lo freak también tienen su razón de ser. Todos la tenemos. Y cuando los cambios inevitables nos sacuden, ¿qué otro remedio nos queda más que adaptarnos? 9,5/10