Mi madre nunca creyó en los videoclubs. Decía que eran muy caros, que no valían la pena si las películas iban a acabar siendo emitidas en televisión, y que ya me cansaría de verlas repetidas una y otra vez. Así que era muy raro que alquilásemos películas, y, cuando lo hacíamos, mis padres elegían una cinta para ellos, otra para mi hermana -cuatro años mayor que yo- y una tercera (que solía ser de dibujos animados) para mí.
Un viernes, a principios de mes, mi madre llegó a casa con “Bambi”, “Juego de patriotas” y “Jurassic Park”. Pueden imaginarse a quién iba destinada cada una de ellas. La cuestión es que, quebrantando la intención de mis padres y, de paso, la calificación por edades de dichos títulos, di de lado al cervatillo en favor de unos dinosaurios que cambiaron mi vida.
Con la inocencia de un niño que en su día soñó con ser biólogo para estudiar a los leones, sentí cómo se me erizaban los pelos de cada centímetro de mi piel cuando, dentro de aquella pantalla Telefunken, veía el helicóptero del Sr. Hammond llegar con sus invitados a Isla Nublar, al son de “Journey to the island”, del maestro John Williams. Sabía que faltaba poco para encontrarme cara a cara con unos animales que creía extintos, creados y recreados a la perfección entre el equipo formado por Stan Winston, Dennis Muren, Phil Tipett, Mark A.Z. Dippé y Michael Lantieri, y los animadores Steve Spaz Williams, Tom St. Amand y Randall M. Dultra.
Dirigiendo se encontraba el rey de los sueños de la década de los 80 y 90, Steven Spielberg, al que se le notaba una gran influencia de películas como “King Kong”, “Godzilla”, “Jasón y los Argonautas”, y otras inmediatamente recientes como “Abyss” o “Terminator 2: El juicio final”. El realizador se había hecho con los derechos de la novela de Michael Crichton poco antes incluso de que fuera lanzada al mercado, siendo el propio autor contratado para adaptar un guión posterior al propio storyboard y que, finalmente, acabaría firmando David Koepp. El resultado no pudo ser mejor para su iniciativa. No en vano, sigue siendo la película más taquillera del director de “El imperio del sol”.
Suena a nostalgia pero ya no hay películas como “Jurassic Park”, en las que se hacen detallados estudios para recrear movimientos a partir de imitación de animales como rinocerontes, elefantes, jirafas, etc. Y lo mismo con los sonidos utilizados, tomados y mezclados de ejemplares de delfines o morsas (obra de Gary Rydstrom). Todo ello levantado con el consejo de Jack Horner, un experto paleontólogo que hacía las veces de asesor para la película.
Hablamos de una cinta que, con 50 planos construidos sobre CGI, consigue ser mucho más realista que la gran mayoría de las películas de los últimos veinte años, en las que fácilmente es detectable el uso del dichoso “fondo verde”. Los más mínimos detalles surgían de la creatividad y la espontaneidad, como la vibración del agua de los vasos del interior de los coches del parque, conseguida mediante la instalación de una enorme cuerda de guitarra alrededor del vehículo, que era pulsada repetidas veces. Idea surgida de una experiencia en el coche del mismo Spielberg, cuando conducía escuchando a los Earth Wind & Fire mientras contemplaba cómo el sonido del bajo hacía retumbar el espejo retrovisor.
Una cinta sobre dinosaurios en la que las míticas bestias sólo aparecían 15 minutos en todo el metraje. Aun así, ese cuarto de hora nos hizo soñar con la posibilidad de que algún día no fuese una locura tan grande poder ver con nuestros propios ojos un animal tan impresionante como ese triceratops, que en la película era manipulado por un equipo de ocho personas a la vez. En el tema de tiranosaurios (el construido para la película pesaba más de 6800 kilos y medía más de 12 metros de largo), y de velociraptores… mejor tocamos madera.
Pero “Parque Jurásico” es de esas historias que, cada vez que se ven, se disfruta más, ya sea por las cuestiones filosóficas aportadas por el personaje de Ian Malcolm (Jeff Goldblum), por la valentía de la Dra. Ellie Sattler (Laura Dern) o por las infinitas ganas de aventura y el enorme carisma del Dr. Alan Grant (Sam Neill). Destaca también al genial elenco de secundarios, entre los que podemos encontrar al siempre fiable Samuel L. Jackson, o al mismísimo Richard Attemborough, en la piel de ese dueño de circo prehistórico con un juicio moral bastante cuestionable.
La huella que dejó en mi memoria esta película (y que jamás debería tener la desgracia de compararse con ninguna de sus secuelas) fue tan fuerte como las pisadas que aquel magnífico T-Rex daba en libertad por el recinto del parque, desarrollando además en mí dos aspectos muy importantes: una enorme fascinación por los dinosaurios y, más profundamente aún, un descomunal amor por ese caleidoscopio onírico que es el cine.
Y me prometí a mí mismo que cuando fuera mayor sería socio de un videoclub.
Cuando cumplí los dieciocho años me apunté a todos los de mi ciudad.
Pero esa, como siempre… es otra historia.