Frenesí (Alfred Hitchcock, 1972)

La penúltima película de la etapa estadounidense de Alfred Hitchcock supuso al mismo tiempo su vuelta a Londres; un regreso caldeado al fuego de los sucesivos fracasos de «Cortina rasgada» y «Topaz», aunque no sabremos nunca si deseado en el fondo por un autor que superaba ya los 70 años, y que para aquel entonces lo había mostrado casi todo.  Al margen de «La trama», su anecdótico canto del cisne, y de la supervisión del guión de «The Short Night», al que dedicó los últimos años de su vida, «Frenesí» fue el último gran «Hitch», y el más deliberadamente sórdido.

A la larga, la inmersión en un tipo de realismo desconocido hasta entonces en la obra del autor no debe causar sorpresa. Su multiplicidad de estilos pone todavía en serios aprietos a los cronistas ajenos al estudio lateral de determinadas filmografías, máxime cuando la de Hitchcock, a poco que se atisbe con tiempo y escrúpulo, termina descubriendo, prácticamente, cuanto se necesita saber sobre el cine sonoro de Occidente. En esta órbita, y tras infinidad de experiencias con el tiempo y el montaje, con el color o los subtextos, «Frenesí» se descargó de cualquier elemento ornamental, incluidas las habituales estrellas, para contratar rostros comunes; apostó por la explicitud y la crudeza sin abandonar un tema recurrente -las andanzas de un criminal sexual- y alcanzó el paroxismo, paradójicamente, a mi juicio, en su otra gran especialidad, reconocida y nunca bien ponderada: el humor.

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Aun así, el primero en incomodarse momentáneamente ante este giro hacia el bad taste fue Arthur LaBern, autor de «Goodbye Picadilly, Farewell Leicester», la novela en que se basa la película, aunque posteriormente terminaría revitalizando su tirada, mudando su título por el del filme. Lo cierto es que no faltan motivos para, por una vez, situar a éste por encima de su base literaria, toda vez que la dimensión que se ofrece de los personajes secundarios, mucho más trabajada, y sus habituales sesgos por razón de sexo (la misoginia enunciada en todas las biografías del director luce aquí cáustica y desnuda, aunque los personajes masculinos resultan igualmente deleznables), conforman un cuadro en ocasiones costumbrista y a ratos metafórico, cuando no una mezcla de ambos, como en la magistral escena sin diálogos de la cena del inspector Oxford (Alec McCowen).

Relacionada siempre con el sexo y la muerte, la comida suele reivindicarse, precisamente, como alegoría medular de la obra desde el primer acto, porque el asesino, Robert Rusk (Barry Foster), regenta una distribuidora de frutas y habla de ellas en más de un sentido durante el fascinante acoso y posterior asesinato de Brenda Blaney (Barbara Leigh-Hunt), otro de los grandes segmentos de la cinta. Hitchcock recrea un asfixiante festival de contrapicados, picados y simbología, en el que la intensidad del diálogo nos acerca con sádica lentitud a la violación y el crimen, culminante en un plano grotesco de la mujer, con parte de su lengua inerte colgando fuera de la boca, y un inútil crucifijo colgando de su pecho al descubierto.

Rusk es un hombre de hielo, calculador y, como cabría esperar, fuertemente influido por su madre, aunque, al contrario de lo  que sucedía con Norman Bates en «Psicosis», no es ella la instigadora traumática de sus pulsiones. En este caso, Hitchcock también nos deja observar las trastiendas del acto homicida, el modo en que Rusk juega obscenamente con Richard Blaney (John Finch), a la sazón marido de Brenda y falso culpable de la función, o, en la tercera secuencia-alma de la película, el estrambótico episodio en el que Rusk se pelea, literalmente, con el cadáver de Babs Milligan (Anna Massey), a bordo de un camión de patatas, para recuperar el alfiler de corbata que podría incriminarlo.

«Frenesí», que por deseo de su director no contó con música de Henry Mancini sino de un acertado Ron Goodwin, es tal vez el mayor ejercicio de contraste de la ingente y variopinta tradición hitchcockiana, y una cima histórica del suspense, para más  exquisitez culminada en planos cortos.