Caballero sin espada (Frank Capra, 1939)

Instalada como ejemplo entre utópicos y libertarios, la última película de Frank Capra para Columbia cerró también un tramo de su filmografía orientado a materializar proyectos de gran envergadura, el mejor de los cuales, a juicio del tiempo, fue esta ecléctica y aventurada síntesis de sus constantes con discurso atemporal.

“Caballero sin espada” es la catarsis ideológica a la que las posteriores “Juan Nadie” o “Qué bello es vivir” deben sus tintes menos terrenales; un bello alegato en favor del individuo y contra la corrupción política gestado «desde abajo», para resituar la conciencia ciudadana a un paso de la Segunda Guerra Mundial, y una muestra del marchamo sentimental que -no sin sus detractores- hizo esplender, junto a la obra de Ford y Wyler, el cine norteamericano del período.

Para cubrirse las espaldas, Capra optó por escalonar el relato a sabiendas de que nunca podría aunar todas las simpatías. Primero, personificando en el apellido del ingenuo Jefferson Smith (James Stewart) el acceso al poder del hombre corriente, e identificándonos con su decepción postrera, tras descubrir, de la mano de la experimentada Clarissa Saunders (Jean Arthur), que la vieja escuela representada entre otros por el senador Paine (un Claude Rains espléndido en sus silencios culpables) ha sucumbido a las peores tentaciones. Más tarde, encauzando el primer tercio de la historia por la senda de la comedia popular (destreza innata en manos del autor), y sacudiendo e incomodando, por último, al desnudar frontalmente las apisonadoras de la burocracia, la renuncia del sistema a cualquier traducción práctica del altruismo, y la impostura del legislador a la hora de erigirse en voz del pueblo.

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Es en ese teatro maquiavélico, descomunal en su maquinaria y fascinante por su capacidad abductora, donde la cinta obra su quijotesco milagro. El desencantado Smith se convierte en cruzado solitario cuando al final, haciendo del obstáculo ventaja, decide hablar indefinidamente en la Cámara durante su turno de palabra, al no poder cederlo so pena de expulsión. Independientemente de si, como quiso descubrir Kracauer en su ensayo “Esas películas con mensaje”, la militancia moral de los personajes de izquierda no era tan efectiva en el cine de estos años como podría pensarse (de hecho, en último término es la confesión de Paine la que posibilita el final feliz, y no los esfuerzos de Smith), lo cierto es que las desesperadas declamaciones del senador manifiestan una línea básica de pensamiento, cuyas excelencias conforman un espacio cíclico que determinados autores nunca han dejado de llenar con su presencia (desde “El gran dictador” a “Candilejas”, desde “El manantial” a “El político”), y en el que el ser humano, y sobre todo la puesta en valor de sus capacidades, creencias y valores, han contestado con imperecedera actualidad, ora a la degradación de la convivencia, ora a la de los poderes del Estado.

La enorme réplica del Senado construida para la película, el papel descreído, silenciador y tristemente inmutable a lo largo del tiempo de los medios de comunicación, y sobre todo la magnífica interpretación del joven Stewart, racionalizan tanto la epifanía como los feroces interrogantes que plantea el filme a los espectadores inquietos, así como su impronta en las décadas siguientes.

Tal vez el único rasgo de ingenuidad que pueda achacársele al director, y a los personajes por los que se le recuerda, es ese convencimiento, de honda raíz cristiana, que relaciona la humildad económica con las bondades personales. Pero ello no obsta para que el Capra humanista supiera asumir tan complicados riesgos (no era fácil, desde luego, denunciar a los corruptos en 1939), ni dejase de abordar sus ceremonias de la verdad y la justicia como una especie de exorcismo útil, dirigido hacia el materialismo que, todavía hoy, hace sentir inmortales a quienes lo profesan. Solo una cosa está clara: si, dentro de varias generaciones, alguien estudiase cómo influyó la unión de voluntades individuales en la evolución de algunas democracias del siglo XXI, ver más de una vez esta sublime parábola sería, para su análisis, epígrafe obligatorio.