¡TE LO ROBÉ TODO, JOHN!

Imaginen unas escaleras a finales de los años 60. Por ellas baja el presidente de un festival de cine que se celebra en Milán. En los escalones se cruza con un director norteamericano y le dice: “¡Budd, mi querido Budd, te lo robé todo!”. El ladrón confeso es Sergio Leone y el director estadounidense Budd Boetticher.

La anécdota está incluida en una maravillosa biografía sobre el de Trastevere escrita por Christopher Frayling y titulada “Algo que ver con la muerte”, expresión que bien valdría para comenzar a definir un género como el western. Imaginen ahora que en esa escalera de Milán también se citan Kurosawa y Hammett. Sumen a Tarantino, Eastwood y Costner. Ahora, ¿quién se confiesa a quién?

El postmodernismo –sobre todo el cinematográfico- encuentra en el western, a finales de los sesenta, cobijo entre la cita, la autocita y el sutil plagio. Esa línea marca el desarrollo posterior de un género que vuelve a estar bajo el influjo leoniano gracias a la visión canalla de Tarantino. ¿Se ha renovado el género o solo podemos hablar de relecturas y homenajes? Únicamente se me ocurre una respuesta. Hay renovación, sí, pero lo que se ha renovado es el acceso a un mito cada vez más lejano en el tiempo. Los western actuales no son fruto del trabajo de los pioneros, personalidades que llegaron, aunque sea en su juventud, a convivir con la realidad que narraban. Las aproximaciones actuales al género provienen de creadores alejados del mito y que han construido su propio Oeste a través de la experiencia de otros. Esta fractura comienza a finales de los 60 y continúa.

Otros, como el compositor Marco Beltrami, se preguntan qué historia no es un western. Si despojamos de elementos visuales al género, ¿qué conflicto no tiene que ver con las fronteras vitales, legales, geográficas, morales o éticas que definen al Oeste cinematográfico? Y si coincidimos con Beltrami, la cola para confesarse ante John Ford es larga. Vayan cogiendo número.