Amanece. En el horizonte se dibuja sobre un cielo carmesí un garabato negro que, en segundos, muta hasta convertirse en una silueta que invita a soñar. Primero parece un caminante solitario, pero después se suma a la estampa un caballo que parece de hierro; un jinete pálido se acerca entre las luces del alba y la música empieza a sonar. Llega a la granja de los Starrets, o quizás al pueblo de Gun Hill, puede que solicitando trabajo, de regreso tras un viaje en busca del dorado o reclamando un puñado de dólares que se le adeudan. Es igual. Lo importante es que desde ese día el tempo del lugar cambiará, y ellos lo saben. La banda de criminales, el sheriff corrupto o el mal comerciante que extorsiona a la comunidad sabe que el forajido sólo va a traer problemas, así que rápidamente ponen todas las cartas sobre la mesa para solucionarlo, dejando al extraño solo ante el peligro. Luego vienen disparos, puede que algún romance, duelos mortales, más tiros, camaradería, persecuciones a caballo y un último balazo que decide por quién doblarán las campanas. A estas alturas, el sol empieza a esconderse por el oeste y, en la lejanía, se divisa a un hombre montando a caballo y luego un borrón que se fusiona con el anochecer. Catarsis, fundido en negro y otra explosión sinfónica.
Este es el retrato que el imaginario colectivo tiene del wéstern, palabra llana con tilde sin comillas ni cursivas porque así lo recoge el diccionario de la lengua española. Frontera, héroes, villanos encorsetados, forajidos, tierras inhóspitas e inexploradas… esas son las piezas que componen la mitología de las películas de vaqueros, pero también de obras como ‘The Walking Dead’, ‘Star Trek’, ’28 days later o ‘The road’, que respetan las virtudes y topicazos del género.
Quizás porque satisface la sempiterna curiosidad humana en forma de epopeyas, o simplemente porque su sistema funciona, el wéstern nunca nos abandonó sino que sobrevivió readaptando su fórmula, la que aún nos maravilla, a otros formatos.